El Santuario

 Tampoco es eso. Aunque un poco sí. Un santuario, digo. 

Tiene su aura y su simbología. Pero no deja de ser un entorno rural más. Provoca calma o nervios. Según. Puedes ser como yo y querer vivirlo desde una perspectiva casi filosófica, o puedes ser como mi primo y temblar casi de emoción ante la idea de ir unos días. 

Y es que me interesa la idea de que es el individuo el que da un significado a cada lugar. Y no digo lugar físico. Digo lugar. A secas. Porque un lugar, para una mente humana, puede referirse a un espacio mental, aislado de la realidad compartida con otros seres, que solo es habitada por aquel que ha creado tal entorno. Y un poco esta idea última es la mía cuando hablo de mi pueblo. 

Santiuste de San Juan Bautista. La gente se traba al decirlo casi siempre. Y yo sonrío. Cierto es que el nombre se las trae. No es tan común como el clásico (sin pretender ser peyorativo) Villanueva de bla, bla, bla

Os iba a contar alguna historia sobre la ciudad que me ha visto crecer, hacerme adulto, equivocarme las más de las veces, madurar y hasta ser padre y propietario de una empresa que intenta salir adelante en este difícil sistema nacional que penaliza al atrevido. Valladolid. Pero no es mi ciudad natal. Santiuste no es Valladolid. Y a pesar de ser una persona escasamente territorial (o nacionalista, o de gran arraigo de cuna, o como narices se quiera decir) parece que sí resulta que el lugar de origen tira de uno más de lo que a veces le gustaría reconocer. 

Nunca fui el típico niño de ansiar ir a su pueblo para salir con sus amigos y pasar horas y horas fuera de casa liando alguna que otra (como mi primo). Tampoco soy tal adulto. Al contrario, y como decía al iniciar este repaso sentimental a mi tierra de nacimiento, más bien mi pueblo es mi santuario. El lugar al que siempre he ido buscando paz, soledad, actividades al aire libre y en la menor compañía posible. 

Sí que alguna que otra vez salí con amigos, primos y demás fauna que llenaba las calles en verano (en invierno podría ser perfecto escenario de una novela de Stephen King). Pero al final volvía a las mías, sin excepción. Mi casa, mi jardín, mi calle, mis paseos al río, mis pedaladas hasta el pinar, mis libros. 

Ya de niño me encantaba fabricar implementos deportivos: porterías, canastas, palos de golf improvisados con el cayado del abuelo Siempre algo que tuviera que ver con deporte (no sin razón soy entrenador personal y me dedico a obligar a la gente a hacer ejercicio). Pasaba horas inmerso en esos menesteres. Cuando no, jugando a la pelota con mi padre. O con mi hermano, el tiempo que me aguantaba. Solía agotar a cuanto familiar tuviera la feliz idea de jugar conmigo. El caso era no parar de jugar con la pelota. Me inventaba partidos, torneos, y jugaba solo tomando el rol de éste o aquel jugador. Me lo creía tanto que, si se trataba de un concurso de triples, siempre ganaba cuando tomaba el rol del jugador real que era el mejor tirador profesional. 

Pero es aún más santuario hoy en día. Pues tras semanas de estrés, soportar gente, solucionar problemas, pagar impuestos y discutir con quien corresponda, llegar allí, echarme en la tumbona, sacar mi libro (o libros; suelo leer simultáneamente entre seis y siete), y respirar relajado, me supone tal estado de relajación que, lo siento mucho por su profesión y sobre todo su bolsillo, ningún psicólogo ha logrado ni acercarse. 

 

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